sábado, 19 de febrero de 2011

Zumo de coca

Era una estación pequeña, de periferia, de esas sin vigilante. Tenía una pequeña caseta de venta de billetes, algunos bancos albergando un puñado de viajeros, un gran reloj de agujas informando de la hora y un tren que pasaba cada tres o cuatro horas, transportando pasajeros que ni siquiera atendían a esta pequeña partícula de la red ferroviaria, atolondrados y distraídos, enfocando sus pensamientos en la cercana urbe.

Acababa de perder mi último trabajo en una fábrica de conservas. En realidad lo iba a dejar en pocos días, no me gustaba trabajar más de dos semanas la misma tarea, me aburría y perdía el interés. Junto con la fábrica había dejado la pequeña pensión con olor a alcanfor que había junto a ella. Me disponía a coger el próximo tren para seguir con mi plan de existencia, o supervivencia. 


Consistía en viajar unas dos horas y apearme en la estación que el destino hubiese colocado en esa franja horaria, o más bien los políticos encargados de la red de estaciones. Una vez allí buscaría un nuevo trabajo que me durase dos semanas, tres con mala suerte, y una nueva pensión con cortinas rojas y un buen servicio de cucarachas en las habitaciones. Lo único que me acompañaba en esta nueva aventura, o desventura, era un pequeño bolso agujereado que transportaba mis escasas pertenencias: dos o tres camisas, un similar número de calzoncillos y calcetines, un pantalón, un puñado de libros y una petaca de ginebra.

Estaba sentado en uno de los bancos de la pequeña estación y en el andén una señora, de esas que llaman locas, no hacía más que revolotear de un lado a otro mientras bebía un líquido amarillento de una botella de plástico. Al ver que la observaba, se acercó y me ofreció un trago, explicándome que era zumo de hoja de coca, recién traído de la selva colombiana. Decía que si lo bebía podría estar follando durante horas sin cansarme. Más que zumo, el líquido se asemejaba a una meada, una de esas apetecibles que echas tras haber bebido cerveza, mucha. Contesté a la señora de mala manera, diciendo que se podía meter su botella de zumo de urea por donde pudiese, más por mi poca afición a relacionarme con la gente, ni siquiera con los llamados locos, que por mis pocas ganas a consumir aquel supuesto elixir.

Pocos minutos después un silbido anunciaba la entrada del tren en la estación. Los que esperábamos su llegada nos encaminamos hacia el borde del andén. 

Nadie se bajó en aquella maravillosa estación. Los pocos que subieron se lanzaron en una carrera sin sentido en busca de un sitio en el que descansar sus nalgas, igual que los buitres cuando se pelean por algo de carroña. Todos consiguieron su objetivo ya que el vagón iba prácticamente vacío. Yo preferí esperar a que todos se hubiesen sentado para poder elegir un lugar solitario en el que degustar el contenido de mi petaca sin ser molestado. La mayoría de la gente no me gustaba, y supongo que yo a ellos tampoco.

Me puse a observar al resto de viajeros del vagón. Me gustaba observar a la gente para convencerme más aún de que el modo de vida que había elegido no era tan malo.

En uno de los asientos había un hombre trajeado, con uno de esos maletines en los que sólo puede haber dinero o una bomba lista para explotar. Parecía un empresario de los que decían estar orgullosos de su trabajo y de sus vidas sólo para enmascarar la realidad, su absoluto fracaso personal. Discutía por un móvil con la que debía ser su esposa. Discutían sobre algo apasionante, sobre ir a buscar a sus hijos a la escuela. Hacía mucho ruido con ese móvil.

Cerca de él estaba la típica actriz de anuncios, o quizás la típica camarera. Una joven con un buen pandero y un buen par de tetas que no dudaba en mostrar. Se iba pintando las uñas. Probablemente lo único valioso que tenía era su cuerpo. Dentro de unos años ya ni siquiera tendría eso, pero no parecía darse cuenta.

Por último mi vista alcanzaba a contemplar a un joven vestido de cierta forma transgresora. Pensaría que con esa forma de vestir se alejaba de los criterios habituales de una sociedad que creía detestar. No se percataba de que sólo se introducía más en ella, utilizando otras reglas para el mismo juego. Asqueroso.

De pronto, de forma sorpresiva, el tren frenó de forma brusca y se desequilibró hacia un lado, provocando que me estampase de forma violenta contra el asiento que tenía enfrente. Por un momento se apagó la luz, pero rápidamente recuperé el control de la situación y me puse en pie. 

Me di cuenta de que habíamos descarrilado y caído por un puente. El tren estaba destrozado y había mucho humo. Sólo tenía algunos rasguños. Siempre había tenido mucha suerte. Desde que era un niño mucha gente me lo había dicho, aunque también añadían que no sabía elegir bien hacia donde encaminar mi buena fortuna.

Comencé a buscar una salida fácil cuando me percaté de que los demás viajeros no se levantaban. El hombre trajeado había dejado de hablar por teléfono, pero no de hacer ruido. Emitía un leve sollozo en el que se podía descifrar que necesitaba ayuda urgente. Decidí ofrecerle mi ayuda, a él y al resto de viajeros, dejándolos morir allí. Decidí librarles de sus pobres vidas estereotipadas. No eran como la señora del zumo de coca, ella todavía podía salvarse de la mediocridad. 

Albarrán

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