sábado, 19 de febrero de 2011

Rutina

Los cristales se rompieron tras un fuerte estruendo. El olor a pólvora inundó el bar como si de una plaga se tratase. El cadáver yacía en la calle ensangrentado mientras sus verdugos se alejaban tranquilamente por el bulevar. Con unos cánticos ahogados y fanáticos los monjes se acercaron y retiraron el cuerpo inerte.

Esta imagen era rutina en aquella ciudad, en aquel mundo. Un día te despertabas en ella y ya no podías escapar. El barrio en el que vivía era de los mejores, uno o dos tiroteos diarios. Otros eran auténticos polvorines. Llevaba allí trece, o quizás catorce años, catorce años sirviendo cervezas y viendo a los mismos tipos día tras día.


Decían que el ascensor era la única forma de salir de allí, aunque nadie sabía a donde conducía. La gente desesperada subía y pocos minutos después el ascensor volvía a aparecer vacío. Nadie volvía a verles.

Al principio yo no entendía a la gente que cogía aquel ascensor. Yo veía aquella ciudad como una gran oportunidad para hacer dinero. Pero cuando pasas años aquí, en el agujero, empiezas a comprender la razón.

Las cristaleras del bar estaban destrozadas, me iba a costar una fortuna repararlas. Eran las quintas ese año. Ya no me quedaban fuerzas. Le di las llaves del bar a un cliente habitual, pensé que quizás algún día volvería a por ellas. Me encaminé hacia la plaza central, hacia el ascensor, y pulsé el botón. Pronto llegó otra chica que también quería subir, estaba sollozando, nerviosa. Las puertas se abrieron y nos encaminamos al interior. Las puertas se cerraron de nuevo. Silencio.

Albarrán 

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