sábado, 19 de febrero de 2011

Azul celeste

Allí estaba sentado en la sala de espera. La noche anterior había pedido comida a un restaurante chino y el rollito de primavera, supongo, estaba podrido. O quizá fuese el pato pekinés. O quizá fue la botella de whisky que me bebí luego leyendo el periódico. Me gustaba beber cuando leía el periódico porque el alcohol daba rienda suelta a mi imaginación, y así vivía realmente las noticias de las que el diario me informaba. A las chicas que quería enseñarles el color de mis calzoncillos les decía que era para soportar mejor las tristezas y penurias del mundo. El resultado había sido una horrible indigestión de madrugada. Así que había decidido hacer una visita a mi médico de cabecera.

El lugar estaba como siempre, atestado de viejos. Estoy seguro de que a la mayoría no les duele nada. Están allí tranquilamente charlando unos con otros sobre el gran puesto de trabajo de sus hijos, sobre la última partida de cartas o sobre el tiempo. Se ve que todos son unos expertos en meteorología y situaciones climáticas. Para mi lo único que van a hacer es contarle al médico sus problemas y regalarle cajas de bombones para que les consiga gratis unos cuantos pañales. Además de ralentizar enormemente el funcionamiento del resto de seres humanos que los rodean. 


Finalmente conseguí entrar en la sala médica, así como una receta para un jarabe intestinal. Según el doctor era mano de santo. En unas horas estaría como nuevo. Menos mal, porque estaba pensando trasladarme definitivamente al baño.

Al salir me di cuenta del color de aquel lugar, azul celeste. Más que un centro de salud parecía una guardería. Se supone que los centros de salud son lugares en los que se está sufriendo, por lo que deberían estar pintados de rojo sangre o de negro muerte. No entiendo esa manía de esconder o tapar el dolor. No entiendo la propensión general que se extiende en la humanidad a ocultarlo todo para hacerlo más suave, para hacer la vida más llevadera. Las cosas son como son. Si crees que tu vida no vale más que el excremento animal que llevas pegado en el zapato haz algo para cambiarla y hacerla más divertida, más llevadera, pero no te resignes a encubrirla con colores infantiles. Si no tienes lo que hay que tener para intentar hacerla más divertida, y con hacerla más divertida no me refiero a ir a jugar al golf o a malditas reuniones sociales como hacen los nuevos yuppies, pégate un tiro. Yo, para hacerla más divertida, iba al Gremio.

Tras mi paso por el centro de salud, me dirigí a la oficina. Estaba por las afueras de la ciudad, en un polígono industrial, por lo que tenía que ir en coche. Quité un folleto publicitario del limpiaparabrisas, de esos que anuncian centros de desintoxicación para cocainómanos, y encendí la radio tras introducir la llave y poner el motor en marcha. De camino a la oficina escuché en un programa de opiniones de actualidad a un periodista hablando sobre la clonación. Parecía que era catedrático de biología. El pobre diablo era el típico gacetillero que creía que sabía de todo y en realidad no se daba cuenta de que no sabía de nada. Probablemente no sabía ni escribir su nombre correctamente.

Media hora más tarde había llegado a la oficina. Mis compañeros estaban todos sentados en sus mesas realizando pedidos de artículos sin parar, esclavizados. Eran todos unos buitres. Su única ambición era comer la carroña que dejaban los peces gordos de la empresa, para así poder ir en verano a un hotel con minibar. No sabían ni podían disfrutar de la vida. Simplemente acataban las ordenes que el gobierno les enviaba a través de la publicidad y de los noticieros, se tragaban el rollo del estereotipo de felicidad. Una casa, un buen coche, unos hijos guapos y unas vacaciones pagadas. Lo más parecido al verdadero disfrute que hacían algunos era robarle al vecino del buzón alguna revista publicitaria. Resumiendo, todos estaban tirando sus vidas por el cagadero. Pero yo no iba a abrirles los ojos.

Era viernes y el trabajo como siempre me aburría, pero esa tarde, como todas las tardes en el día sagrado para los musulmanes, había reunión del Gremio. El solo hecho de pensar en la reunión, en que hoy por fin iban a premiar mi incansable trabajo realizado en los últimos años, me hacía ver incluso mi insulso trabajo con algo más de alegría. Y así, mientras pensaba en la satisfacción que me esperaba, el reloj marcó las tres, hora de salir de aquel agujero.

Me dirigí a la cafetería de la esquina, y llamé la atención de la camarera con un movimiento de cabeza. La camarera era realmente una belleza, una de esas mujeres bálticas de cabellos dorados y tez de porcelana que hacen que no puedas apartar tu mirada de su rostro. Una pena que estuviese malgastando su vida en semejante antro. Podía haber sido una excelente protagonista en el Gremio. Tras pedir y engullir un bocadillo que me sirviese de colchón para el jarabe gástrico, salí del bar y me senté en mi bólido, poniendo rumbo a la sede gremial.

La sede estaba localizada en una antigua fábrica de harina, un edificio con las ventanas rotas y numerosas pintadas en sus deterioradas paredes, pero de una belleza de principios de siglo incomparables. Un espectáculo decadente que se incrustaba en tu cerebro tras cada mirada. El mejor lugar posible para evadirse de la realidad.

Llamé a la puerta mediante tres fuertes golpes, como siempre, y al pronunciar la contraseña la oxidada plancha metálica se abrió chirriando. Entré y allí estaba el cadáver del viejo marinero de Hemingway esperando para su incineración. Cuando los respectivos ritos y honores terminaron, el horno comenzó la combustión del cuerpo mutilado, que ya presentaba ciertos signos de podredumbre. No tuvo tanta suerte con los tiburones como el original.

Cuando el horno terminó su macabra tarea y los operarios recogieron las cenizas comenzó el proceso que me había tenido en vela durante meses, años, preparando mi posible actuación. Estaba deseoso de conocer que personaje literario tendría que interpretar. En que héroe de ficción salido de las entrañas de un genio me convertiría. Quedaban tantas grandes obras por representar que era una pérdida de tiempo intentar adivinar cual sería la elegida. Lo que si era seguro era que, pasase lo que pasase, mi interpretación iba a ser soberbia. Estaba impaciente por abandonar este inhumano y frío mundo, este mundo en el que cualquier relación era ya por mero interés y no por simple armonía, este mundo en el que el carnicero sin insolidario había afilado su cuchillo y se preparaba para filetear todas las esperanzas, y adentrarme en el universo literario, en el cosmos de la creación.

Tras una breve aunque intensa espera, bajó por las escaleras el fundador del Gremio con un sobre en la mano. Pronunciando mi nombre me lo entregó, y a la vez me recordó que esa sería la última vez que respondería al nombre con el que fui bautizado. A partir de ahora sólo respondería al apelativo del sobre, al de mi héroe de ficción. Con un leve tembleque producido por la excitación del momento abrí el sobre. Iván Chonkin.

Asimilada la sorpresa, comencé a analizar la obra que me había tocado representar, en medio de los aplausos del resto de integrantes del Gremio. Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin, de Vladímir Voinóvich. Literatura rusa. Una de las mejores sátiras del siglo XX. No abría apostado por ella pero me agradaba la idea de meterme en el cuerpo de un soldado soviético en pleno stalinismo. Chonkin, otro incomprendido de su época, otro al que atormentar con una camisa de fuerza por sus contemporáneos, aunque quizá distinto, diferente, dispar, por otros motivos.

Con los últimos coletazos del protocolo de entrega del personaje abandoné la vieja fábrica dispuesto a pasar la noche meditando acerca del tramo que debía representar, puesto que también era elegido por el fundador y su consejo. Debía defender un antiguo caza de la Segunda Guerra Mundial expuesto en el aeródromo hasta las últimas consecuencias. Para ello necesitaría un uniforme soviético así como un fusil del mismo ejército. Por la mañana pensaría como conseguirlos. Ahora estaba demasiado cansado para ello. Además, el vecino de arriba, un médico jubilado, no paraba de masturbarse con la chica de la teletienda a todo volumen, emitiendo un sonido parecido al de los leones marinos.

Al entrar por mi ventana los primeros haces de luz de la mañana me puse en pie, dispuesto a localizar mi necesitado uniforme y mi indispensable fusil. Tras una extenuante lucha con las páginas amarillas finalmente encontré una tienda de antiguos uniformes y abalorios militares. Llamé y al tercer pitido sonó una grave voz preguntando los deseos del interlocutor. Hechas las respectivas verificaciones, me encaminé a la tienda sabiendo que disponían de un viejo uniforme de soldado raso soviético. Tuve que negociar el precio durante veinte minutos, aproximadamente, pero al final conseguí el traje por una modesta suma de dinero. Ya sólo me faltaba el arma.

Debido a las dificultades que conseguir semejante fusil podía acarrearme, el Gremio se había encargado de todo y me había conseguido una licencia de armas a mi nuevo nombre, Iván Chonkin. Encontrar un coleccionista de armas antiguas no fue muy complicado, ya que el vendedor de la tienda de abalorios militares me había recomendado uno. Pagué el fusil ruso con un cheque a nombre del protagonista satírico y me encaminé a mi casa a acicalarme para la ocasión.

Sonó el teléfono. Era el jefe de mi antiguo trabajo. Tras explicarle tranquilamente que se había equivocado, que allí sólo vivía un soldado soviético y no un oficinista, me dirigí al Gremio. Debía avisar allí de que la función iba a comenzar. Cuando llegué la fábrica presentaba el desolado aspecto de siempre. Llamé tres veces y recité la contraseña, pero no hubo contestación. Volví a intentarlo, hasta cuatro veces más, y nada. Con ayuda de una palanca conseguí abrir la puerta y mis ojos descubrieron, con un aterrador alarido de acompañamiento producido por mi garganta, que allí no había nada. El Gremio había desaparecido. Se habían ido llevándose todo. No quedaba nada. Ni un mísero resto de mis compañeros, de todos los demás miembros. Maldita mi suerte. Allí estaban todas mis ilusiones de cada semana, toda la razón de ser que me quedaba, y se había esfumado. No sabía que había podido ocurrir, ni siquiera sabía los nombre de los demás, ni como contactar con ellos. Sólo sabía que era un soldado soviético llamado Iván Chonkin y que debía proteger el avión como homenaje a mis desaparecidos compañeros. Lo había ordenado el Glorioso Ejército Rojo. Debía evitar que lo profanaran los buitres oficinistas y los viejos visitantes del centro de salud. Debía alejar el color azul celeste de su vigorosa figura metálica, debía evitar que sus alas se fundiesen como las de Ícaro.

Dirigí mi coche a toda velocidad hacia el aeródromo, con Kalinka retumbando en los altavoces. La verjas de seguridad estaban cerradas pero las atravesé como si fuesen de papel. Aparqué junto al caza y me subí a él con fusil en mano. El teniente Filíppov no tardó en llegar con sus secuaces en sus coches azul celeste. Otra vez desvirtuando el dolor. Todos iban con sus uniformes impolutos, y con ese aura de superioridad que rodea a los que creen que tienen el poder entre sus manos, que pueden cohibir a la gente con un simple movimiento de cabeza. Sucios bastardos. No se dan cuenta de que ese poder lo tienen gracias a la gente, y esta se lo puede quitar cuando lo desee.

Con un memorable discurso, digno de una tertulia de sobremesa, me instó a tirar mi arma y a abandonar el puesto de vigilancia que un camarada de mayor rango que él me había encomendado. Le quité el seguro al fusil, y sin pensarlo dos veces, disparé.

Albarrán

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