sábado, 19 de febrero de 2011

Del Cisma de Oriente a las Cruzadas


Uno podría remontarse mucho en el tiempo, atendiendo a ciertos antecedentes explicativos, para entender el Cisma del año 1054, o Cisma de Miguel Cerulario, pero las circunstancias no lo permiten. Por ello sólo me remontaré, como antecedente, al anterior gran cisma entre las dos Iglesias, al Cisma de Focio, cuya explicación puede situarnos en el sentimiento que se vivía entre el papa y el patriarca en el siglo X.


A mediados del siglo IX, Bizancio acababa de salir de la crisis iconoclasta, y en Occidente se estaban produciendo cambios significativos, como el nacimiento de los Estados Pontificios, que otorgaban al papa, al obispo de Roma, un mayor poder, así como la restauración de la corona imperial en la persona de Carlomagno. Estos dos cambios occidentales provocaron cierto clima de malestar en el Imperio Bizantino, ya que el patriarca de Constantinopla sentía atacado su poder, un poder que al igual que el obispo de Roma, pretendía sobre toda la Cristiandad, y el emperador bizantino, con la coronación de Carlomagno, veía menoscabada su titularidad imperial, su dignidad imperial, algo que en Occidente, aunque fuese sólo de forma teórica y en cierta medida, se seguía respetando hasta ese momento.




En el año 858 era elegido Focio como patriarca de Constantinopla, tras la deposición de su antecesor en el cargo Ignacio. Hijo de Miguel Ranghabé, Ignacio era uno de los llamados celotes, es decir, defensores a ultranza de la ortodoxia más rigorista. Focio, sin embargo, era un laico, profesor de la “Universidad” de Constantinopla y jefe de la Cancillería imperial, que había pasado en muy poco tiempo todos los requisitos necesarios para que fuese elegido patriarca, y que era mucho más moderado en el tema de la ortodoxia. Los celotes, ante la deposición de su patriarca y la elección tan poco convencional de Focio, se alzaron contra este, contando con un raro apoyo, al que le interesaban esos conflictos en el seno de la Iglesia oriental, el papa Nicolás I. El obispo de Roma se pronunciaba a favor de Ignacio y en contra de Focio en el año 863. Sin embargo, Focio contaba con numerosos apoyos que le ayudaron a mantenerse firme en su posición, como el del propio Basileus. Estas actitudes enfrentadas entre el papa y el patriarca fueron las que provocaron este cisma transitorio entre ambas Iglesias, un cisma que refleja muy bien el sentir de la época.



Nicolás I fue uno de los papas que más había defendido, hasta el momento, la idea del primado de Roma, junto a Gelasio I o Gregorio Magno. Por su parte, Focio también era el más ardiente defensor de las atribuciones ecuménicas que había adquirido el patriarcado de Constantinopla, sobre todo tras quedarse huérfano de sus compañeros con la expansión islámica. Esta lucha por el control de la Cristiandad entre los dos líderes religiosos ayudó a provocar el cisma comentado así como los futuros enfrentamientos, como el conocido cisma de 1054. Además, ese pulso que mantenían tanto Focio como Nicolás I se materializó cuando el jan de los búlgaros, Boris, que deseaba la cristianización de su pueblo, solicitó misioneros a Occidente y no a Bizancio, lo que provocó el enfado tanto del basileus como del patriarca. El ejército bizantino amenazó a los búlgaros para hacer recapacitar a su rey, mientras que Focio esgrimía asuntos de carácter doctrinal (referidos a la naturaleza del Espíritu Santo), para quitar legitimidad al papa. Mientras tanto, Nicolás I defendía su supuesto derecho a gobernar sobre toda la tierra.



En el año 867 Focio excomulgaba al papa Nicolás I, llegando así al punto más caliente de la controversia, disputa que acabaría con la muerte de Nicolás I y el asesinato del Basileus el mismo año de la excimunión. El nuevo emperador, Basilio I, depusó a Focio a favor de Ignacio y retomó unas amigables conversaciones con el nuevo papa, Adriano II. Aunque la tensión se relajó, el sentimiento de disputa por el control ecuménico nunca desapareció.



Hasta la llegada del cisma que aquí nos atañe, se dieron numerosos conflictos derivados de las situaciones antes explicadas, como cuando los normandos conquistaron el sur de Italia en condición de vasallos de la Santa Sede, portando el Vexillum Sancti Petri. Pero lo que sin duda conduciría a una situación, para muchos, irreparable, fue los intentos reformadores que comenzaron a realizar numerosos papas, comenzando por León IX (1049-1054), que eran incompatibles con la autonomía real que se vivía en la Iglesia bizantina, dentro de una teórica primacía romana.



La reforma iniciada por los papas estaba creando una nueva concepción relativa al poder del papa y a sus relaciones con el resto de la Cristiandad. Se buscaba una uniformidad del pueblo cristiano bajo la batuta romana que chocaba con los deseos bizantinos e mantener sus peculiaridades religiosas. Las diferencias doctrinales y de rito se mostraban muy agresivas, sobre todo en los lugares en los que convivían cristianos de ambos ritos, como el sur de Italia. En estos territorios, fuera ya de la órbita bizantina, se intentaba imponer la liturgia latina, mezclada, además, con las pretensiones temporales del obispo de Roma derivadas de la falsa Donación de Constantino.




En esta lucha se enmarca la lista de objeciones a las prácticas religiosas latinas enviada por León de Ocrida, máximo responsable de la Iglesia búlgara, impulsado por el patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario. El documento llegó en un momento en el que parecía que las controversias podían arreglarse, debido a la pretendida unión anti-normanda en el sur de Italia, entre el papa y el basileus. El papa envió entonces una embajada a Constantinopla para intentar conciliar posiciones, embajada integrada por el cardenal Humberto de Moyenmoutier, uno de los máximos defensores de la reforma papal, el canciller romano Federico de Lorena y el arzobispo Pedro de Amalfi.



La embajada halló un honorable recibimiento por parte del emperador, sin embargo el del patriarca fue más bien frío. Los legados le entregaron la carta papal en la que se mostraba que la alianza romano-bizantina se haría a costa de la autoridad del patriarca. Cerulario, por así decirlo, cerró las conversaciones y, entonces, Humberto pasó a la propaganda política, que acabó con el monje Nicetas Stethatos retractándose de unos escritos que había realizado en contra de los legados. Finalmente, el patriarca y sus partidarios consiguieron crear entre el populacho un ambiente a su favor que provocó la salida de Constantinopla de los legados papales, no sin antes haber dejado en el altar de Hagia Sophia una bula de excomunión contra el patriarca y sus cómplices. La bula estaba dirigida a Cerulario y sus secuaces, pero lo que decía se podía extrapolar a toda la Iglesia bizantina, ya que atacaba numerosas costumbres legítimas de la Iglesia griega, como el matrimonio de los sacerdotes. Ante tal agravio, el patriarca respondió con la excomunión de los legados.



Hay que recordar que cuando los legados excomulgan al patriarca, el papa estaba muerto, aunque no se sabe si estos lo sabían en ese momento. Por ello, se discute si, muerto el papa, y sin sucesor todavía, la bula de excomunión tiene validez o no. También hay que dejar claro que, en el aspecto formal, ni la excomunión del patriarca se refería a toda la Iglesia bizantina, ni la excomunión de los legados a toda la Iglesia latina, pero está claro que, tanto por un lado como por el otro, parecía que así había sido. La semilla de la separación se había sembrado y, en lo sucesivo, las posturas se irían alejando, pero la ruptura definitiva llegaría a través de las cruzadas, un fenómeno que en el momento de su formación parecía que debía ayudar a acercar posiciones y a llegar a una unidad cristiana, o al menos su propaganda así lo decía.



Las cruzadas iban a significar uno de los máximos apogeos de esa reforma que se estaba produciendo desde Roma. Iban a significar la expresión máxima de ese nuevo poder papal, de esa pretendida teocracia papal. Y, por supuesto, las peculiaridades de la Iglesia bizantina no cabían en este pretendido modelo de unidad cristiana bajo la batuta del papa, por mucho que en la propaganda se quisiese hacer creer lo contrario. Ya desde la Primera Cruzada, como se verá más adelante, el emperador bizantino se va a mostrar siempre receloso ante los “crucisignati”, a los cuales va a ver como un peligro para su soberanía. La posteriormente llamada “reforma gregoriana” fue la reacción de una Iglesia fuerte frente a las intromisiones de un poder secular en su funcionamiento y organización, fue el intento de Roma de crear un mundo civilizado según su modelo, con la hegemonía pontificia sobre una sociedad muy eclesializada. Los poderes seculares y religiosos de la cristiandad, incluidos los del emperador de Bizancio y los del patriarca de Constantinopla, tenían que quedar, totalmente, bajo esa hegemonía.



Sólo dentro de esta Iglesia fuerte de la reforma es donde se va a poder producir el cambio de mentalidad, del pecado de la guerra a su santificación. La Iglesia de la reforma era la Iglesia del agustinismo político, la Iglesia por encima del estado, la Iglesia de la “auctoritas”. Para conseguir esa santificación de la guerra, esa sacralización, el papa necesitaba dos objetivos: la sacralización de la caballería, ya que los “milites” debían ser sus instrumentos en combate, y la despenalización del homicidio en combate.



A raíz de la caída del Imperio Carolingio, la nobleza comenzó a usar la violencia para sus fines. La Iglesia va a intentar devolver la paz a Occidente mediante el movimiento conocido como la “Pax Dei”, la Paz de Dios. Mediante medidas como las sanciones espirituales a los que cometan actos de violencia injustificada, las “treguas de Dios” o la creación de milicias populares, situadas a veces al mando de clérigos, cuyo objetivo era defender los bienes y posesiones de la Iglesia, el papa va a intentar monopolizar la violencia, decidir qué violencia es o no justificada, incluso sagrada. En esta “Pax Dei” se había demonizado a los caballeros, y eso era un problema para el papa. Había que transformarlos de “milites diaboli” a “milites christi”. Los caballeros no iban a cambiar de actividad, por lo que hay que dirigir esa actividad hacia la consecución de los objetivos de la Iglesia. Se crea la institución de los “Milites Sancti Petri”, los caballeros que luchaban bajo el estandarte de San Pedro, el “Vexillum”, por ejemplo, los normandos que invaden Inglaterra bajo el mando de Guillermo el Conquistador (1066), o la toma de Barbastro a los musulmanes (1064).



La pedagogía también fue usada en este intento de sacralización de la caballería, y la mejor herramienta pedagógica con la que contaba la Iglesia eran los santos. Se van a crear santos militares, modelos a seguir. Se va a empezar por elegir viejos santos y enseña a los fieles que habían participado en batallas justas, como San Jorge en las campañas normandas de Sicilia. Luego se van a crear nuevos santos, que lo van a ser por el simple hecho de haber combatido. El primero de estos fue un rey escandinavo, San Olau, que fue canonizado a finales del siglo XI por sus continuas luchas contra los paganos. Esto enlaza con el segundo objetivo a cumplir, la despenalización del homicidio en combate. Si la guerra santifica, está claro que matar en ella no puede ser pecado (para los laicos, nunca se habla aquí de eclesiásticos). Pero se da un paso más, la guerra como ejercicio de ascesis, de purificación. Guerra Santa como vía penitencial de purificación, igual que la peregrinación. En el caso de Barbastro, el papa Alejandro II convirtió en algo lícito el combatir y matar musulmanes, entre otras cosas porque habían ocupado un territorio que era de la Iglesia, según la famosa “Donación de Constantino”. También dijo el papa que todos los que participasen en aquella operación serían eximidos de sus penitencias, comparándolo con la peregrinación a Tierra Santa.



Llegados a este punto, con los objetivos para la sacralización de la guerra cumplidos, ya se puede empezar a hablar de cruzadas. Dentro de la historiografía, hay dos grandes corrientes interpretativas en cuanto a la definición de la cruzada. Los “tradicionalistas” dicen que la cruzada es algo muy limitado en el espacio y en el tiempo, dicen que es únicamente la empresa dirigida por el papa para recuperar Tierra Santa. Los “pluralistas” hablan de que la cruzada obedece a la lógica de la defensa de la Iglesia y sus fines, en cualquier escenario y contra cualquier enemigo. Hoy en día es muy difícil encontrar a algún tradicionalista o pluralista “puro”. Se puede decir que los autores actuales, como el profesor Ayala, hablan de que ambas corrientes tienen algo de razón: los tradicionalistas porque de la Primera Cruzada nace todo, y los pluralistas porque se crea una ideología cruzadista que se puede extrapolar a numerosos frentes. Una definición muy aceptada es la de Jonathan Riley-Smith: “Guerra Santa proclamada por el papa, en nombre de Cristo, y en la que sus participantes tienen la condición de peregrinos, se comprometen mediente votos y reciben unas indulgencias de la Iglesia”. Jonathan Riley-Smith, o el mismo profesor Ayala, creen que la principal diferencia de las cruzadas con las anteriores Guerras Santas es que estas están convocadas en nombre de Cristo, y las otras, como la de Barbastro o incluso la convocatoria de Gregorio VII en el año 1074 para acudir en ayuda de los cristianos bizantinos (algo muy interesante que hace ver como uno de los objetivos de las guerras santas, aunque fuese de forma propagandística y quizás con unas razones ocultas de dominación, era ayudar a la Iglesia bizantina frente a los musulmanes), fueron convocadas en nombre de la Iglesia. Para estos autores, en el llamamiento de Urbano II en el año 1095 no estaban en juego los intereses de la Iglesia, sino el honor de Cristo. Las guerras santas habían pasado de ser eclesiocéntricas a ser cristocéntricas.



Desde mi punto de vista, esta diferencia es demasiado formalista. Si la convocatoria era en nombre de Cristo o de la Iglesia no marca la diferencia en mi opinión, son convocatorias ambas en nombre de la religión, convocatorias ambas que pueden santificar a sus combatientes, que es lo que las transforma en Guerra Santa, al mismo nivel. Además, es muy discutible que, en el marco de la reforma gregoriana, la Cruzada no fuese convocada para satisfacer los intereses de la Iglesia, de esa teocracia que se quería conseguir. Otra cosa es que el papa lo fuese a pregonar a los cuatro vientos. La diferencia está en que, por primera vez, se mandaba una cruzada a la Ciudad Santa, a Jerusalén, al corazón del mundo musulmán en aquellos momentos. Se iba a atacar un lugar que, hasta ese momento, parecía indestructible. Y el hecho de que fuera Jerusalén el lugar, propinaba a la Cruzada una diferencia importante, desde mi punto de vista, con las demás guerras santas, la dimensión escatológica. El llamamiento no dejó a un lado el libro del Apocalipsis. En la mentalidad medieval existían dos Jerusalén, una celestial y otra terrenal. Según el Apocalipsis, cuando la terrenal esté libre de impurezas, de pecado, al final de los tiempos, la Jerusalén celestial se fundirá con la terrenal creando el Reino de los Cielos, el advenimiento de la Jerusalén celestial. La Cruzada era el método de limpiar Jerusalén de impurezas. Esta visión escatológica estaba presente en el llamamiento de forma espiritualista, no literalista. El papa tenía en mente el comienzo de un nuevo tiempo, el tiempo de la teocracia pontificia.



Los cruzados tenían el mismo status jurídico que los peregrinos, así como los mismos beneficios espirituales. Necesitaban el permiso del párroco del pueblo para partir y, si estaban casados, también el de su mujer. Además, tenían que emitir un voto inquebrantable, bajo pena de excomunión. El hecho de la emisión del voto fortalece más el carácter espiritual de las cruzadas. El voto lo realizaban los monjes, como forma de alcanzar la purificación. De esta forma se enlazaba la vida monacal con la vida cruzada (no pensar con esto que los monjes lucharon en las cruzadas, sólo se habla de laicos, los eclesiásticos no pueden participar, y así lo dejó claro Urbano II). El hecho de cruzarse significaba recibir a cambio unas contraprestaciones espirituales, las indulgencias. En aquel momento, hasta la creación del purgatorio por Inocencio III, las indulgencias eran la remisión de las penitencias que te había impuesto el confesor. En las actas del concilio de Clermont, Urbano II parece que habla de las indulgencias en el sentido antes comentado, sin embargo, en las cartas que envía a sus predicadores, parece que va más lejos y habla de remisión de pecados, de indulgencia en su sentido pleno. Esto puede deberse a un intento de exaltar a la población para que la predicación tuviese éxito, aunque ese sentido pleno de la indulgencia no es más que otra expresión de la teocracia papal, hasta el punto de meterse en asuntos que parecen reservados a Dios, en su papel de representante de Dios en la tierra.




Una explicación completa de fenómeno de las cruzadas no puede dejar pasar por alto otros elementos explicativos, como la relación de la Cruzada con la “Pax Dei”. Las cruzadas fueron también una válvula de escape para neutralizar la violencia existente en Occidente, trasladar la violencia a Oriente. El Concilio de Clermont, en el cual se predica la Cruzada, era un Concilio del movimiento de la Paz de Dios. Hay autores que vinculan el movimiento cruzado al Yihad, como respuesta. Esto es totalmente descartable, ya que el Yihad es mucho más antiguo que la Guerra Santa y, en el momento de la creación conceptual de las cruzadas, la Yihad estaba, prácticamente, desaparecida. El Islam, en aquel momento, no era ni mucho menos una amenaza para la nueva Iglesia de la reforma. Los fatimíes estaban en descomposición y no eran amenaza alguna, se dice que había quien pensaba, entre los musulmanes, que estos habían llamado a los “frany”. Los turcos podían haber sido una amenaza, pero en el año 1090 el sultanato se despiezó en unidades autónomas que incluso guerreaban entre sí. Mientras tanto, los almorávides no habían podido ni siquiera expulsar a los cristianos de la P. Ibérica. La fuerte Iglesia no necesitaba ningún estímulo foráneo para llevar a cabo su proyecto, ni del Islam como amenaza, ni de Bizancio como petición de ayuda, a pesar de que la propaganda en relación con este tema, sobre todo a raíz de la convocatoria de 1074, pueda llevar a pensar que el auxilio a la cristiandad oriental fuese un objetivo prioritario. Este auxilio también nos indica el grado de las relaciones que había entre ambas iglesias tras el cisma del año 1054. A pesar de esos síntomas de pretendida unidad, el desarrollo de la Primera Cruzada mostrará que la progresiva separación era inalterable.


El Concilio de Clermont se desarrolló en dos fases: la fase de las cuestiones canónicas, con las sesiones formales iniciadas el día 18 de noviembre, y esa fase final que fue la predicación de la cruzada el 27 de noviembre ante la masa congregada frente al atrio de la catedral. Las medidas adoptadas en Clermont pueden resumirse en una Iglesia que se sostuviese sobre las bases sólidas de una estructura saneada, independiente del poder político, que deseaba crear una sociedad pacificada por su propio arbitraje moral y que fuese capaz de proyectarse fuera de las fronteras de Occidente mediante la cruzada, liderada por el pontífice. La predicación del 27 de noviembre fue el broche final, la transmisión de la voluntad de implicar al pueblo, sin reyes, en una empresa en la que se concebía al conjunto de la sociedad como a una Iglesia, cuya cabeza era el papa.


En el llamamiento, que ha llegado a la actualidad a través de fuentes indirectas, se observan dos justificaciones de la Cruzada. La primera es la de prestar ayuda a los cristianos orientales, y la segunda es la liberación de Tierra Santa. La apuesta prioritaria del papa era la liberación de Tierra Santa, y si de paso esto ayudaba a los cristianos de Oriente y los ponía bajo su órbita, pues mejor. En cuanto al proyecto, el papa tenía claras tres intenciones: el liderazgo y dirección de la Cruzada correría a cargo del obispo de Le Puy, Ademar de Monteil, en calidad de legado papal. El mando del ejército único debería estar bajo el conde Raimundo IV de Tolosa, bajo la autoridad y supervisión del legado papal. El papa veía también indispensable la colaboración de los estados marítimos italianos, únicos capaces de asegurar una cobertura naval necesaria. Sobre todo pensaba Urbano II en Génova y Pisa, que ya habían portado el “Vexillum” en el año 1087 en la costa tunecina tomando Mahdia.


El papa no fue el único en predicar la Cruzada después de Clermont. Además de los obispos, que seguían bien las directrices oficiales, el problema fue los predicadores y evangelizadores populares, como Pedro el Ermitaño, que provocaron expediciones hacia Tierra Santa, formadas sobre todo por gente pobre desesperada y hambrienta, que acabaron en auténticas masacres a manos de los turcos.


Los destinatarios del llamamiento eran todos los miembros de la sociedad, expresión totalizadora de la Iglesia. No iba dirigido a reyes, sino al pueblo de Dios, a la Cristiandad en su conjunto, a la sociedad que debía regirse por las directrices de Roma en esa futura teocracia pontificia. A pesar de esto, está claro que los principales destinatarios del mensaje eran los nobles, la caballería. Tenían que encarnar el ideal de caballero cristiano, caballero que tras la purificación de sus primeras identidades violentas y mundanas de uso secular de la violencia, estaban llamados a convertirse en el brazo armado de la Iglesia, defensores de la fe. No sólo hubo grandes príncipes territoriales, sino cientos de caballeros de segunda y tercera que constituían el grueso del ejército cruzado, y que se pusieron en marcha fieles a sus compromisos vasalláticos y condicionados también por una mala situación económica. En el norte de Francia, con la institución de la primogenitura, muchos jóvenes hijos de varones se veían obligados a buscar fortuna con las armas sino querían acabar en la carrera eclesiástica. En las regiones del centro y del sur de Francia pasaba algo similar con la institución de la “fraternitia”, una especie de colectivismo señorial de carácter familiar que ejercían conjuntamente los miembros de un linaje aristocrático sobre su patrimonio indiviso. Es de suponer que muchos de esos jóvenes se vieron atraídos por la idea de amasar fortuna en Tierra Santa. Sin embargo, no hay que pensar que todos los caballeros enrolados buscaban fortuna. Había muchos que tenían un copioso patrimonio que se jugaban con el viaje, y aun así lo realizaban, movidos probablemente por cuestiones religiosas, aunque no hay que descartar nunca la ambición humana.


Uno de los objetivos del papa, la creación de un ejército único bajo un mando unificado, no fue posible. Se crearon cuatro grandes cuerpos expedicionarios, sobre todo provenientes de las zonas donde más había triunfado la reforma gregoriana: los loreneses de Godofredo de Bouillon, los normandos del sur de Italia de Bohemundo de Tarento, los languedocianos y provenzales de Raimundo IV de Tolosa, y los franco-normando del duque Roberto. El contingente, según Runciman, debía estar compuesto por más de 4000 caballeros y unos 30000 infantes que les acompañaban. Junto a los combatientes, iban mujeres, más sus doncellas y criadas si eran de alto rango, niños, ancianos, pobres y, imprescindibles, clérigos y monjas que con sus sermones mantenían vivo el ánimo de los cruzados.

En abril del año 1097 los cuatro grandes ejércitos estaban ya en la capital bizantina negociando con el emperador. El camino hasta allí no había estado exento de peligros y contratiempos, consecuencia en muchos casos del recelo de las autoridades locales que todavía tenían muy fresco el recuerdo del paso de las hordas de Pedro el Ermitaño. El emperador, Alejo I Comneno, estaba dispuesto a dar una sincera y amistosa bienvenida siempre que se respetaran sus condiciones. Quería, al menos, recuperar las posiciones perdidas en Anatolia y el norte de Siria, en especial Antioquía. Evidentemente, la perspectiva de los cruzados, y sobre todo del papa, era bien distinta. El papa quería poner Tierra Santa y las conquistas cruzadas bajo el poder de Roma. Finalmente, de una u otra forma, los líderes cruzados acabaron aceptando las propuestas del emperador, pero sin abandonar sus objetivos reales. 

A finales de ese mes de abril, los cruzados estaban concentrados en uno de los pocos lugares de Anatolia que aún seguía en manos bizantinas, Nicomedia, cerca de Nicea, capital del sultanato de Rum. Los francos iniciaron el asedio de la capital turca y durante mes y medio lo mantuvieron. Cuando parecía que había llegado el momento del asalto final, liderado por Raimundo, la ciudad se rindió al emperador por medio de unas negociaciones secretas que los cruzados tildaron de traición. Para apaciguar los ánimos, el emperador compartió el botín, pero sin permitir el saqueo, y así los cruzados pusieron rumbo hacia el sur. Por el camino, en el valle de Dorileo, los turcos de Rum atacaron al contingente cruzado, por medio de la típica táctica de oleadas de arqueros montados, pero fueron repelidos y se retiraron gracias a la acción de los refuerzos de retaguardia cruzados. Esa batalla de Dorileo del 1 de julio de 1097 fue la primera gran victoria cruzada, algo que produjo que el ejército franco fuese considerado como un digno enemigo y a la vez hizo que Bizancio se centrara más en la reconstrucción de su territorio en Asia Menor, olvidándose un poco de la Cruzada. Aun así, un cuerpo bizantino permaneció con los cruzados para facilitar su avance y controlarlos en cierta medida. La marcha hacia Antioquía no fue nada fácil, debido principalmente al calor, pero el recibimiento como libertadores que les propiciaron las poblaciones cristianas armenias permitió mejorar un poco la situación. El hermano de Godofredo, Balduino, fue el que más supo aprovecharse de las amistades armenias, hasta el punto de que abandonó la Cruzada y se hizo con el control del principado de Edesa, al que convirtió en condado. Nacía así el primer estado cruzado.

Mientras esto ocurría, en octubre de 1097 el resto del ejército cruzado había llegado a los muros de Antioquía. Los turcos estaban muy divididos, los fatimíes se mostraban neutrales y, el apoyo de retaguardia armenio más el control de los puertos de Alejandreta y de San Simeón parecían indicar que la conquista de la ciudad sería fácil. Sin embargo, el asedio duró más de medio año. Las fuerzas cristianas eran insuficientes para rodear la imponente fortaleza y el hambre comenzó a hacer estragos. Se vivieron escenas de canibalismo con los muertos y las deserciones comenzaron a hacerse habituales, como las del mismísimo Pedro el Ermitaño, que había vuelto a reaparecer. Para colmo, un poderoso ejército turco se acercaba desde Mosul para romper el cerco. En ese momento, Bohemundo puso en práctica el último plan que podía salir exitoso, el soborno de un armenio converso llamado Firuz. 

Este plan permitió la entrada de los cruzados en Antioquía a principios de junio de 1098. Sin embargo, la guarnición de la ciudadela turca resistía y las tropas de Mosul llegaron ara cercar la ciudad. Los sitiadores se convirtieron en sitiados. Fue en ese momento cuando, bajo la guía de un visionario llamado Pedro Bartolomé, se encontró la que se suponía que era la Lanza Santa. El efecto psicológico de este hallazgo fue muy positivo y permitió que se organizara una batalla campal contra los turcos, que vencieron los cruzados gracias al apoyo moral de la Lanza. El 28 de junio de 1098 los turcos se retiraron y la ciudadela se rindió. La marcha hacia Jerusalén no se produciría hasta dentro de seis meses, tiempo que los cruzados aprovecharon para descansar y para elegir al gobernante de Antioquía y el liderazgo de la expedición, ya que el legado papal había muerto. Bohemundo no permitió que le arrebataran el control de Antioquía y se hizo con su principado, al fin y al cabo él era el que más había contribuido en la conquista. Por su parte, Raimundo se hizo con el liderazgo de la Cruzada. Así, en enero de 1099 partía el ejército hacia Jerusalén, la Ciudad Santa. Atrás quedaban dos sucesos que representaban, en cierta forma, el carácter que estaba cogiendo la Cruzada: los sucesos de matanzas y canibalismo de Maarat al-Numan, y la imposición de un obispo latino en al-Bara.

Desde la salida de Maarat tardó el ejército cruzado cinco meses en llegar a Jerusalén. El 7 de junio, desde el “Monte del Gozo”, observaban los cruzados la Santa Ciudad. El asedio comenzó de forma inmediata. El gobernante egipcio había expulsado a la población cristiana para asegurarse más provisiones y había ordenado que se envenenasen los pozos de agua cercanos a la ciudad. Quería utilizar la sed contra los cruzados mientras esperaba la llegada de los refuerzos de El Cairo. Finalmente, tras más de un mes de asedio, y gracias al material de asedio prestado por la flota pisana establecida en Jaffa, el 14 de julio las torres de asedio cruzadas abrían brecha en la muralla jerosolimitana y ponían cerco a la ciudadela, la Torre de David. Las negociaciones cobraron importancia y el general egipcio se rindió a cambio de su vida y la de su familia. La mayoría de la población fue asesinada por el fanatismo cruzado. No se libró nadie, ni mujeres, ni niños, ni ancianos. Los judíos fueron incinerados vivos dentro de la sinagoga. Los éxitos de la expedición se cerrarían un mes después con la victoria en Ascalón frente al ejército fatimí de salvación, que llegaba demasiado tarde.

Con la conquista de Jerusalén y la consecución del objetivo de la Cruzada, se abría para la Iglesia, para el pontificado, una nueva etapa que ellos creían que debía de ser definitiva. Tierra Santa era un lugar virgen en el cual podía el papa llevar a cabo su ambicioso proyecto teocrático. La elección de Godofredo de Bouillon, un caballero muy maleable y piadoso, como “advocatus Sancti Sepulchri”, así lo indicaban. Godofredo se convertía así en el defensor y el administrador de Jerusalén en nombre de Cristo, y de su representante en la tierra, el papa. También resulta llamativo el protagonismo que adquirió el nuevo legado papal, Daimberto de Pisa, constituido en seguida como patriarca de Jerusalén, dejando de lado a los patriarcas griegos, sobre todo a Simeón.
Se demostraba así que el objetivo de Roma no era ayudar a Bizancio, sino comenzar su experiencia teocrática, a ser posible unificando a toda la Cristiandad bajo su tutela. En este proyecto no había espacio para las peculiaridades de la Iglesia oriental. El cisma de 1054 no fue, desde mi punto de vista, lo que comenzó a separar a las dos iglesias de forma definitiva, sino la reforma de la Iglesia occidental que se estaba produciendo, sobre todo con el empuje de Gregorio VII, y que tenía en las cruzadas su máxima expresión. De hecho, sería una experiencia cruzada, en concreto la cuarta, convocada por uno de los papas que más representaban esa teocracia pontificia, Inocencio III, la que rompería de forma definitiva cualquier vínculo entre las dos iglesias con la caída de Constantinopla a manos de los cruzados en el año 1204.

Bibliografía: Historia de Bizancio, Emilio Cabrera; Manual de Historia de la Iglesia Tomo III, Jedin; Bizancio y el mundo ortodoxo, Alain Ducellier; Las Cruzadas, Carlos de Ayala; What were the crusades?, Jonathan Riley-Smith; Las Guerras de Dios, Tyerman.

Albarrán

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