sábado, 19 de febrero de 2011

Entre dos grandes hombres

Tan sólo habíamos escapado de la caballería árabe el Conde Raimundo, mi señor Balian de Íbelin, y unos pocos más en la pesadilla sangrienta de Hattin.

Las crueles acciones realizadas en nombre de un fervor religioso inexistente, sólo lo hacían por hambre y codicia de gloria y riquezas, y las lenguas viperinas de Reinaldo de Châtillón, el Rey Guido de Lusignan y el Gran Maestre templario Gerardo de Ridefort, habían conducido al mayor ejército cruzado que se había reunido hasta la fecha en el sagrado Reino de Jerusalén a una trágica derrota a manos del gran líder musulmán Saladino. Una derrota que se empezó a fraguar cuando nuestro insensato rey, movido por el deseo de divinizarse como el que derrotó al gran campeón de la Yihad, condujo a nuestro ejército lejos del agua que nos mantendría cuerdos ante la locura de la sed.

Ésta será una derrota que se llorará durante siglos y que los seguidores de Mahoma celebrarán hasta la eternidad.

Tras conseguir romper el cerco de la caballería musulmana, mi señor, los pocos hombre de armas que le quedaban, y yo, su fiel secretario, nos dividimos del resto de hermanos cristianos que habían conseguido huir y nos dirigimos a Tiro, donde había llegado del continente europeo el hermano del primer marido de nuestra reina Sibila, Conrado de Monferrat, y estaba organizando la defensa.

Conrado, quizás sabiendo el poder que tenía mi señor Balian en la corte, nos trató de una forma excelente, alimentándonos con los mejores manjares de los que disponía, tanto elaborados allí en Tierra Santa, como faisanes rellenos de dátiles, o traídos en sus barcos de Europa, como un exquisito vino francés, un vino que yo nunca había probado al ser natural de Antioquía, y que me pareció delicioso.

Pero Balian estaba muy intranquilo, ya que no teníamos noticias de su esposa María Conmena ni de sus hijos, que habían permanecido en Jerusalén al partir nosotros a la batalla. La incógnita era saber cuanto tiempo teníamos antes de que Saladino pusiese sitio a la Ciudad Santa.

Ese interrogante se disipó rápidamente con una mala nueva. El día 20 de septiembre Saladino llegaba a Jerusalén y se encontró con una sorpresa. El pueblo de Jerusalén, aún falto de un líder, estaba dispuesto a resistir. Al líder sunní no le quedó más remedio que poner sitio a la ciudad.

Mi señor, al enterarse de esto, hizo ensillar enseguida dos caballos y se puso sus mejores galas de caballero, una cota de malla de estupendo trenzado y una túnica con el escudo y las insignias de su familia, de una tela de una belleza sin igual. Me mandó ponerme también mis mejores prendas y así, engalanados, nos dirigimos con un veloz galope al campamento mahometano.

Cuando llegamos al campamento un oficial turco nos escoltó hasta la tienda de su señor para no correr ningún riesgo. Al entrar en su tienda, Saladino estaba afilando una cimitarra de bello acabado, y por los rumores que corrían en Tiro supuse que esa era la hoja con la que había degollado a Reinaldo de Châtillon al finalizar la gran batalla de los Cuernos de Hattin.

Su magnificencia nos deslumbró. La tienda estaba decorada con ricos tapices pero también con muchos mapas y maquetas de la región, lo que demostraba que era un gran estratega. Su porte era muy caballeresca, con un inconfundible toque Oriental, y en su rostro podías ver que la sabiduría nunca faltaría entre sus atributos. Él era un argumento de peso para los que apoyaban que el imperio islámico había sido la natural herencia de la Roma oriental, y que Bizancio era sólo un espejismo de aquella.

Al entrar nos ofreció agua helada de las montañas de Anatolia y unos riquísimos higos muy dulces. Tras reponer fuerzas, mi señor le expuso brevemente lo que nos traía hasta él. Queríamos un salvoconducto para entrar a Jerusalén y poder sacar de allí a la esposa de Balian, María Conmena, y a sus hijos.

En contra de lo que yo pensaba, y mostrando una gran cortesía, Saladino aceptó con unas condiciones: no podíamos ir armados ni quedarnos más de una noche en al-Quds, como el llamó a Jerusalén.

Partimos inmediatamente, y una hora más tarde estábamos entrando en la Ciudad Santa por la Puerta de Damasco. El ambiente era espeluznante. La población parecía estar aterrada por su posible destino pero a la vez entusiasmada por preparar las defensas de la ciudad que todos consideraban sagrada.

Balian creó el efecto de un salvador. Todos creían que venía para liderar la lucha contra los sitiadores, y cuando les dijimos que sólo veníamos a sacar de allí a la familia de Íbelin, más que sentirse decepcionados empezaron a utilizar toda la astucia que tenían para intentar retener a su improvisado héroe.

Ante semejante despliegue de súplicas y artimañas, Balian no pudo negarse y me envió con las nuevas a Saladino, para explicarle la causa de la necesaria rotura de su palabra.

Cuando llegué al campamento sitiador y le conté al comandante kurdo lo que ocurría, me enorgulleció haber conocido a semejante rey cuando me contestó que no sólo perdonaba a mi señor, sino que además iba a escoltar a María y los niños hasta Tiro. Cuando entré con los escoltas del enemigo e informé a mi señor de lo que ocurría, se le saltaron las lágrimas por poder defender a su pueblo y a la vez resguardar a su familia.

Al día siguiente comenzamos los preparativos de la defensa. Saladino no iba a aceptar ninguna rendición porque sus consejeros más extremistas querían vengar la masacre de 1099 con un nuevo baño de sangre.

Nuestra defensa era muy precaria ya que apenas contábamos con caballeros ni hombres de armas, y la mayoría de nuestros guerreros eran simples ciudadanos armados con lo primero que habían encontrado. Pero aun así conseguimos repeler el primer asalto musulmán liderados de forma increíble por Balian, y además conseguimos hacer bastantes prisioneros. Ahora era el turno de contraatacar con la mejor arma que teníamos, la negociación.

Saladino nos esperaba en su tienda como siempre con delicias gastronómicas traídas de todos los confines de su basto reíno. Nos dijo desde el comienzo que no habría rendición, pero tras unos intensos minutos se ablandó. Balian le dijo que si no había rendición mataría a todos los prisioneros musulmanes y destruiría la Cúpula de la Roca, lugar donde en sus creencias Mahoma ascendió al cielo, y la mezquita de al-Aqsa, construida sobre el antiguo Templo de Salomón. Saladino no pudo hacer frente a estas amenazas y accedió a dejar salir de la ciudad a todos los cristianos, previo pago de diez dinares por varón, cinco por mujer y uno por niño.

Ésta fue la gran victoria que se le atribuye a mi señor, en medio de una penosa derrota. Yo, sólo doy las gracias por haber podido compartir mesa con dos hombres tan grandes.

Para intentar reconstruir este momento histórico se han usado las fuentes aquí citadas: Las cruzadas vistas por los árabes, de Amin Maalouf, Cruzadas, de Thomas F. Madden, y Sociedades musulmanas en la Edad Media, de E. Manzano.

Albarrán

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